Y tiran las llaves hacia arriba, al cielo, desde donde aparece una mano para tomarlas, mientras que los sacerdotes desaparecen en el fuego. Ellos, que guiaban al hombre en el Templo; ellos, que estaban destinados a mantener esa Casa terrenal de Dios; ellos, los guardianes del Templo que se mantenían despiertos, custodiándolo, ya no están en ese lugar. Y es precisamente a esa circunstancia a la que se refiere Isaías 22,1 cuando dice: Este es el acontecer en el valle de la visión: ¿qué tienes ahora, que has subido con todos los tuyos, sobre los terrados?
Un mundo se derrumba. Un mundo nuevo nace. Un nuevo mundo en el cual el viejo mundo es sólo recuerdo, un recuerdo de antes de la Creación que vive en el nuevo mundo, como una sensación inconsciente, no justificable lógicamente, como un saber que se pierde en profundas tinieblas.
El Templo está destruido. Para nuestra perceptibilidad se convirtió en ruinas y escombros, luego cubiertas por capas de tierra más reciente, tapadas a su vez con nuevas construcciones. El Templo desapareció. Ahora para nosotros, el Templo está en otro mundo, en otro nivel, en un nivel muy distinto al que nosotros conocemos. La transición del mundo del Templo perceptible a aquel con el Templo perdido significa el fin de un mundo. Una continuidad es interrumpida; pero surge otra, distinta de la primera. El plano de fractura es el acontecer del nacimiento.